Es un proceso progresivo, en el que a factores de orden psicológico (la comida como refugio o como alivio de las tensiones) se unen los fisiológicos. Y a mayor índice de masa corporal (IMC), mayor pérdida de control.
Nuestro cerebro envía cada vez señales más debilitadas al organismo para que detenga sus deseos de comer. La sensación de saciedad se mitiga, y cada vez nos cuesta más determinar si ya hemos comido lo suficiente. Además, las diversas investigaciones apuntan a que el efecto destructor es más fuerte con aquellas comidas de sabores rotundos, dulces o saladas, que nos producen sensaciones inmediatas y un efímero placer que nos lleva a repetir una y otra vez la ingesta.
Situaciones como la dificultad de cerrar el paquete de galletas, la caja de bombones o la bolsa de frutos secos las hemos experimentado todos. O, como sucede sin en fechas señaladas como las celebraciones, nos cuesta dejar de comer, bajo la idea de que «un día es un día». Lo malo es cuando los «días» se repiten.
Sin embargo, no nos ocurre lo mismo si tomamos un plato de verdura cocida, salvo que esté excesivamente condimentada. Esto último explica también por qué los obesos o los niños tienden a aderezar en exceso todo tipo de alimentos. Quieren enmascarar el sabor del alimento ‘sin sustancia’ y, al mismo tiempo, rememorar el gusto que les da el supuesto bienestar.
Erradicar la conducta compulsiva
Cuando se comienza una cura de adelgazamiento, uno de los retos principales es el de erradicar la conducta compulsiva a la hora de comer. Los especialistas trabajamos para conseguir, por una parte, que los pacientes se controlen racionalmente y coman de forma regular para reprimir el impulso de darse un atracón. La prescripción de cinco ingestas al día sirve para este propósito, aunque también haya otros motivos.
Y, por otra parte, intentamos que la persona reconstruya los mecanismos naturales de la saciedad para que su organismo responda frente a la comida como el de cualquier individuo normal y dé las señales oportunas para que el cerebro ordene parar. En general, en el impulso de esta dinámica de reeducación se ha trabajado bajo el principio de restringir generalmente el consumo de alimentos, independientemente del tipo al que pertenezcan. Sin embargo, surgen voces que señalan que tal vez no sea la aproximación más adecuada.
Es decir, no se trata de matar dos pájaros de un tiro. Se ha asumido que como las personas en esta situación necesitan perder peso, el solo hecho de recetarles una dieta restrictiva les ayudará a mitigar su conducta obsesiva. Pero por desgracia, el desequilibrio psicológico no se soluciona solo por la inercia de adelgazar. A pesar de haber perdido peso, muchos obesos no resuelven su compleja relación con la comida. Después de un cierto período de orden, impulsado por la dinámica nutricional que han introducido con la dieta, pronto vuelven a los malos hábitos.
Este fracaso, recurrente en muchos casos, nos indica que el tratamiento de la conducta no es una terapia secundaria, supeditada a la cura de adelgazamiento en sí. Parece necesario diseñar fórmulas para que los pacientes aprendan un nuevo modo de relacionarse con la comida, no solo basado en la restricción calórica. Y, además, en dichas fórmulas no hay que considerar a todos los alimentos por igual.
Cuidado con los alimentos problemáticos
Por tanto, debemos trabajar especialmente con los alimentos problemáticos, los de sabores intensos, de gratificación sensorial inmediata y efectos devastadores sobre la sensación de saciedad. Es una tarea mucho más ardua, pero más eficaz a largo plazo si queremos que se produzca un cambio permanente en el enfermo. Por ejemplo, se trata de conseguir que un paciente no se decepcione si le dices que al acabar el tratamiento le parecerá normal comer bizcocho dos veces al año y no todas las semanas, como hacía cuando estaba obeso.