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Las condiciones ambientales influyen en la genética de la obesidad

Aunque no es una noticia nueva, sí se muestra de una manera más preocupante. Hace unas semanas salía un artículo interesante sobre el coste económico de la obesidad, para el que el mercado prevé buenas perspectivas con los nuevos medicamentos que ayudan a frenar el sobrepeso. Pero lo más grave de su contenido es la constatación de que esta otra pandemia, que lleva con nosotros más de cuarenta años, continúa con su ritmo ascendente. No vamos a incidir en las cifras porque ya son conocidas y las podéis repasar en el citado reportaje.

La pandemia avanza y avanza

Sin embargo, como parte de la sociedad y como individuos sí debemos plantearnos qué podemos hacer por frenar una tendencia que a corto plazo prevé más de 1.500 millones de personas obesas. Quizá no es este el mes más adecuado para plantearlo, pero es que, en lo que se refiere a la comida y a las celebraciones, siempre hay excusas para el exceso.

Entre las personas más afectadas por esta enfermedad, muchas se manifiestan desmotivadas. Los kilos de más las acompañan desde hace mucho tiempo y, por encima de su voluntad, piensan que lo suyo no tiene solución debido a una irrefrenable tendencia a engordar. Con lo de la falta de solución no estoy en absoluto de acuerdo.

El 99 por ciento de los individuos puede adelgazar con un tratamiento adecuado y natural. Pero sí debo reconocer que la predisposición a acumular grasa puede ser un factor de resistencia que no debemos menospreciar.

Como hemos explicado en otras ocasiones, el organismo humano, deudor de los tiempos primitivos, está preparado para hacer frente a la escasez. Nuestro cuerpo tiene instrucciones claras de reunir reservas de energía ante la eventualidad de que no podamos alimentarnos regularmente, como ocurría en la Prehistoria, y bajo el principio de que debemos hacer un gran esfuerzo físico para sobrevivir.

Las condiciones de aquellos tiempos han cambiado, ya que la escasez de alimentos es relativa, al menos en el mundo occidental, y la necesidad de mantener una actividad física exigente ha descendido mucho. Sin embargo, no parece que haya cambiado tanto nuestra genética.

Las condiciones ambientales pueden influir en la obesidad

Los individuos seguimos activando los mecanismos para acumular energía por lo que pueda venir, aunque las condiciones ambientales han modificado en alguna medida las respuestas. De hecho, nos encontramos con que las personas tienen diferente grado de capacidad para almacenar grasa, lo que se corresponde con comúnmente conocido como tendencia a engordar.

Este rasgo, de origen genético, explica por qué hay gente que no gana peso fácilmente a pesar de comer en cierto exceso, e individuos que engordan con facilidad en cuanto mantienen un inadecuado balance nutricional. No obstante, las diferencias no son exclusivamente determinantes a la hora de explicar por qué engordamos.

La conducta individual sigue siendo el elemento clave que conduce al sobrepeso, más allá de la tendencia a acumular grasa. Y además, hay que contar con la evolución del metabolismo de cada y las condiciones del entorno, que también favorece que. según la época, haya más o menos predisposición a engordar.

Sobre las condiciones ambientales conviene recordar algunas evidencias. En trabajos sobre la evolución del sobrepeso, se ha tratado de encontrar indicios de la influencia del entorno en la modificación de los rasgos genéticos que predisponen al sobrepeso. En concreto, sobre el gen FTO (asociado a la acumulación de grasa).

Una de las conclusiones es que hay una clara diferencia entre las personas nacidas antes de 1942 o después. Las primeras manifiestan en menor medida los efectos del gen FTO, en el sentido de que no les influye tan negativamente para padecer sobrepeso. Sin embargo, para quienes han nacido después de esa fecha, el efecto del gen es mayor, de modo que induce a acumular alrededor de tres kilos de grasa de media y empuja a convertirse en obeso.

Para explicar el cambio, los especialistas sugieren que la clave puede estar en las condiciones ambientales. Por ejemplo, después de la Segunda Guerra Mundial se produce un período de prosperidad y de mejoras tecnológicas. Hay más facilidad de acceso a los alimentos y también cambian los patrones de actividad física gracias a la popularización de los automóviles. Este tipo de transformaciones sociales pueden haber influido en la distinta respuesta genética que los individuos dan a la alimentación.

El hecho es que además de adoptar masivamente malos hábitos, como la reducción de la actividad física y la nutrición desequilibrada, se ha incrementado la presencia de la variante genética que influye en la obesidad.

Menos movimiento, peor alimentación

¿Qué lo ha desencadenado? Es algo que está por determinar, y que seguramente no se puede saber de formar concluyente y generalizada. Pero parece probable que entre los factores clave se encuentren las combinaciones de alimentos que se han impuesto en nuestra sociedad acelerada: muchos productos precocinados, aditivos que abaratan los costes de producción y alargan la conservación, y una omnipresencia de los carbohidratos de alto índice glucémico en la dieta diaria.

Lo que sí está claro que este hallazgo científico ha de ser asumido por los responsables de salud y nutrición de los Estados, al igual que por la comunidad médico-sanitaria. No en vano, muestra que la alarmante ola de obesidad tiene también a la genética como aliada, lo que dificulta aún más la aplicación de terapias.

Pero volviendo al plano individual, hemos de preguntarnos cómo podemos mitigar estas influencias, tanto en lo que respecta a nuestra propia nutrición como a la de quienes nos rodean. La iniciativa personal es la base de un cambio general.

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